EL SOLDADITO DE PLOMO
Había una vez un
juguetero que fabricó un ejército de soldaditos
de plomo, muy derechos y elegantes. Cada uno
llevaba un fusil al hombro, una chaqueta roja,
pantalones azules y un sombrero negro alto con
una insignia dorada al frente. Al juguetero no le
alcanzó el plomo para el último soldadito y lo
tuvo que dejar sin una pierna.
Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.
Pronto, los soldaditos se encontraban en la vitrina de una tienda de juguetes. Un señor los compró para regalárselos a su hijo de cumpleaños. Cuando el niño abrió la caja, en presencia de sus hermanos, el soldadito sin pierna le llamó mucho la atención.
El soldadito se encontró de pronto frente a un castillo de cartón con cisnes flotando a su alrededor en un lago de espejos.
Frente a
la entrada había una preciosa bailarina de papel.
Llevaba una falda rosada de tul y una banda azul
sobre la que brillaba una lentejuela. La
bailarina tenía los brazos alzados y una pierna
levantada hacia atrás, de tal manera que no se
le alcanzaba a ver. ¡Era muy hermosa!
"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.
Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.
-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente.
-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.
A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la calle.
El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver nada.
-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete.
Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos adoquines.
-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.
El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando.
"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina."
En ese momento, apareció una rata enorme.
-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.
Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.
-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en la caja de juguetes!
El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.
"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red.
El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro.
La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.
-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.
Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al horno.
-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de plomo.
La criada lo reconoció de inmediato.
-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.
El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo miraba también.
De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo:
-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a pescado.
Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un segundo.
A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.
"Es la chica para mí", pensó el soldadito de plomo, convencido de que a la bailarina le faltaba una pierna como a él. Esa noche, cuando ya todos en la casa se habían ido a dormir, los juguetes comenzaron a divertirse. El cascanueces hacía piruetas mientras que los demás juguetes bailaban y corrían por todas partes.
Los únicos juguetes que no se movían eran el soldadito de plomo y la hermosa bailarina de papel. Inmóviles, se miraban el uno al otro. De repente, dieron las doce de la noche. La tapa de la caja de sorpresas se abrió y de ella saltó un duende con expresión malvada.
-¿Tú qué miras, soldado? -gritó. El soldadito siguió con la mirada fija al frente.
-Está bien. Ya verás lo que te pasará mañana -anunció el duende.
A la mañana siguiente, el niño jugó un rato con su soldadito de plomo y luego lo puso en el borde de la ventana, que estaba abierta. A lo mejor fue el viento, o quizás fue el duende malo, lo cierto es que el soldadito de plomo se cayó a la calle.
El niño corrió hacia la ventana, pero desde el tercer piso no se alcanzaba a ver nada.
-¿Puedo bajar a buscar a mi soldadito? -preguntó el niño a la criada. Pero ella se negó, pues estaba lloviendo muy fuerte para que el niño saliera. La criada cerró la ventana y el niño tuvo que resignarse a perder su juguete.
Afuera, unos niños de la calle jugaban bajo la lluvia. Fueron ellos quienes encontraron al soldadito de plomo cabeza abajo, con el fusil clavado entre dos adoquines.
-¡Hagámosle un barco de papel! -gritó uno de los chicos. Llovía tan fuerte que se había formado un pequeño río por los bordes de las calles. Los chicos hicieron un barco con un viejo periódico, metieron al soldadito allí y lo pusieron a navegar.
El sodadito permanecía erguido mientras el barquito de papel se dejaba llevar por la corriente. Pronto se metió en una alcantarilla y por allí siguió navegando.
"¿A dónde iré a parar?" pensó el soldadito. "El culpable de esto es el duende malo. Claro que no me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina."
En ese momento, apareció una rata enorme.
-¡Alto ahí! -gritó con voz chillona-. Págame el peaje.
Pero el soldadito de plomo no podía hacer nada para detenerse. El barco de papel siguió navegando por la alcantarilla hasta que llegó al canal. Pero, ya estaba tan mojado que no pudo seguir a flote y empezó a naufragar. Por fin, el papel se deshizo completamente y el erguido soldadito de plomo se hundió en el agua. Justo antes de llegar al fondo, un pez gordo se lo tragó.
-¡Qué oscuro está aquí dentro! -dijo el soldadito de plomo-. ¡Mucho más oscuro que en la caja de juguetes!
El pez, con el soldadito en el estómago, nadó por todo el canal hasta llegar al mar. El soldadito de plomo extrañaba la habitación de los niños, los juguetes, el castillo de cartón y extrañaba sobre todo a la hermosa bailarina.
"Creo que no los volveré a ver nunca más", suspiró con tristeza. El soldadito de plomo no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Sin embargo, la suerte quiso que unos pescadores pasaran por allí y atraparan al pez con su red.
El barco de pesca regresó a la ciudad con su cargamento. Al poco tiempo, el pescado fresco ya estaba en el mercado; justo donde hacía las compras la criada de la casa del niño. Después de mirar la selección de pescados, se decidió por el más grande: el que tenía al soldadito de plomo adentro.
La criada regresó a la casa y le entregó el pescado a la cocinera.
-¡Qué buen pescado! -exclamó la cocinera.
Enseguida, tomó un cuchillo y se dispuso a preparar el pescado para meterlo al horno.
-Aquí hay algo duro -murmuró. Luego, llena de sorpresa, sacó al soldadito de plomo.
La criada lo reconoció de inmediato.
-¡Es el soldadito que se le cayó al niño por la ventana! -exclamó.
El niño se puso muy feliz cuando supo que su soldadito de plomo había aparecido. El soldadito, por su parte, estaba un poco aturdido. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad. Finalmente, se dio cuenta de que estaba de nuevo en casa. En la mesa vio los mismos juguetes de siempre, y también el castillo con el lago de espejos. Al frente estaba la bailarina, apoyada en una pierna. Habría llorado de la emoción si hubiera tenido lágrimas, pero se limitó a mirarla. Ella lo miraba también.
De repente, el hermano del niño agarró al soldadito de plomo diciendo:
-Este soldado no sirve para nada. Sólo tiene una pierna. Además, apesta a pescado.
Todos vieron aterrados cómo el muchacho arrojaba al soldadito de plomo al fuego de la chimenea. El soldadito cayó de pie en medio de las llamas. Los colores de su uniforme desvanecían a medida que se derretía. De pronto, una ráfaga de viento arrancó a la bailarina de la entrada del castillo y la llevó como a un ave de papel hasta el fuego, junto al soldadito de plomo. Una llamarada la consumió en un segundo.
A la mañana siguiente, la criada fue a limpiar la chimenea. En medio de las cenizas encontró un pedazo de plomo en forma de corazón. Al lado, negra como el carbón, estaba la lentejuela de la bailarina.
FIN
EL FLAUTISTA DE HAMELIN
Hace mucho,
muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de
Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana,
cuando sus gordos y satisfechos habitantes
salieron de sus casas, encontraron las calles
invadidas por miles de ratones que merodeaban por
todas partes, devorando, insaciables, el grano de
sus repletos graneros y la comida de sus bien
provistas despensas. Nadie acertaba a comprender
la causa de tal invasión, y lo que era aún peor,
nadie sabía qué hacer para acabar con tan
inquitante plaga.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".
Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.
Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones".
Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín".
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.
Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
FIN
PETER PAN
Wendy, Michael y
John eran tres hermanos que vivían en las
afueras de Londres. Wendy, la mayor, había
contagiado a sus hermanitos su admiración por
Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus
hermanos las aventuras de Peter. Una noche,
cuando ya casi dormían, vieron una lucecita
moverse por la habitación. Era Campanilla, el
hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el
mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con
él y con Campanilla al País de Nunca Jamás,
donde vivían los Niños Perdidos... "Campanilla
os ayudará. Basta con que os eche un poco de
polvo mágico para que podáis volar."
Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: "Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!."
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.
Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.
Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: "¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!".
Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.
Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. "¡Quédate con nosotros!", pidieron los niños. "¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos." "¡Prometido!", gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.
Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: "Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!."
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.
Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.
Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: "¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!".
Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.
Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa. "¡Quédate con nosotros!", pidieron los niños. "¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos." "¡Prometido!", gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.
FIN
EL GATO CON BOTAS
Érase una vez un
viejo molinero que tenía tres hijos.
Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a
sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros lo
poco que tengo antes de morirme". Al mayor
le dejó el molino, al mediano le dejó el burro
y al más pequeñito le dejó lo último que le
quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.
Mientras
los dos hermanos mayores se dedicaron a explotar
su herencia, el más pequeo cogió unas de las
botas que tenía su padre, se las puso al gato y
ambos se fueron a recorrer el mundo. En el camino
se sentaron a descansar bajo la sombra de un
árbol. Mientras el amo dormía, el gato le
quitó una de las bolsas que tenía el amo, la
llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese
momento se acercó un conejo impresionado por el
color verde de esa hierba y se metió dentro de
la bolsa. El gato tiró de la cuerda que le
rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa.
Se hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia
palacio para entregársela al rey. Vengo de parte
de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda
este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la
ofrenda.
Pasaron
los días y el gato seguía mandándole regalos
al rey de parte de su amo. Un día, el rey
decidió hacer una fiesta en palacio y el gato
con botas se enteró de ella y pronto se le
ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo
podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue
mis instrucciones." El amo no entendía muy
bien lo que el gato le pedía, pero no tenía
nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido,
Amo! Quítese la ropa y métase en el río."
Se acercaban carruajes reales, era el rey y su
hija. En el momento que se acercaban el gato
chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El
marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El
rey atraído por los chillidos del gato se
acercó a ver lo que pasaba. La princesa se
quedó asombrada de la belleza del marqués. Se
vistió el marqués y se subió a la carroza. El
gato con botas, adelantándose siempre a las
cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a
los del pueblo que dijeran al rey que las campos
eran del marqués y así ocurrió. Lo único que
le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo,
así que se acordó del castillo del ogro y
decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor
Ogro!, me he enterado de los poderes que usted
tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a
ver si es verdad." El ogro enfurecido de la
incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se
convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo
el gato- pero eso era fácil, porque tú eres un
ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a
que no puedes convertirte en algo pequeño? En
una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El
ogro sopló y se convirtió en un pequeño ratón
y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se
abalanzó sobre él y se lo comió. En ese
instante sintió pasar las carrozas y salió a la
puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad."
El rey quedó maravillado de todas las posesiones
del marqués y le propuso que se casara con su
hija y compartieran reinos. Él aceptó y desde
entonces tanto el gato como el marqués vivieron
felices y comieron perdices.
FIN
HANSEL Y GRETEL
Allá a lo lejos,
en una choza próxima al bosque vivía un
leñador con su esposa y sus dos hijos: Hansel y
Gretel. El hombre era muy pobre. Tanto, que aún
en las épocas en que ganaba más dinero apenas
si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les
quedó ni una moneda para comprar comida ni un
poquito de harina para hacer pan. "Nuestros
hijos morirán de hambre", se lamentó el
pobre esa noche. "Solo hay un remedio -dijo
la mamá llorando-. Tenemos que dejarlos en el
bosque, cerca del palacio del rey. Alguna persona
de la corte los recogerá y cuidará".
Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir
de hambre, oyeron la conversación. Gretel se
echó a llorar, pero Hansel la consoló así:
"No temas. Tengo un plan para encontrar el
camino de regreso. Prefiero pasar hambre aquí a
vivir con lujos entre desconocidos". Al día
siguiente la mamá los despertó temprano. "Tenemos
que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les
dijo-; de lo contrario, no tendremos que comer".
Hansel, que había encontrado un trozo de pan
duro en un rincón, se quedó un poco atrás para
ir sembrando trocitos por el camino.
Cuando
llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá
les pidió a los niños que descansaran mientras
ella y su esposo buscaban algo para comer. Los
muchachitos no tardaron en quedarse dormidos,
pues habían madrugado y caminado mucho, y
aprovechando eso, sus padres los dejaron. Los
pobres niños estaban tan cansados y débiles que
durmieron sin parar hasta el día siguiente,
mientras los ángeles de la guarda velaban su
sueño. Al despertar, lo primero que hizo Hansel
fue buscar los trozos de pan para recorrer el
camino de regreso; pero no pudo encontrar ni uno:
los pájaros se los habían comido. Tanto buscar
y buscar se fueron alejando del claro, y por fin
comprendieron que estaban perdidos del todo.
Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro
claro. ¿A que no sabéis que vieron allí? Pues
una casita toda hecha de galletitas y caramelos.
Los pobres chicos, que estaban muertos de hambre,
corrieron a arrancar trozos de cerca y de
persianas, pero en ese momento apareció una
anciana.
Con una
sonrisa muy amable los invitó a pasar y les
ofreció una espléndida comida. Hansel y Gretel
comieron hasta hartarse. Luego la viejecita les
preparó la cama y los arropó cariñosamente.
Pero esa anciana que parecía tan buena era una
bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel
tenía que cocinar y hacer toda la limpieza. Para
Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería
que tirara de su carro! Pero el niño estaba
demasiado flaco y debilucho para semejante tarea,
así que decidió encerrarlo en una jaula hasta
que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar
a su hermanito encerrado!
Entretanto,
el niño recibía tanta comida que, aunque había
pasado siempre mucha hambre, no podía terminar
todo lo que le llevaba. Como la bruja no veía
más allá de su nariz, cuando se acercaba a la
jaula de Hansel le pedía que sacara un dedo para
saber si estaba engordando. Hansel ya se había
dado cuenta de que la mujer estaba casi ciega,
así que todos los días le extendía un huesito
de pollo. "Todavía estás muy flaco -decía
entonces la vieja-. ¡Esperaré unos días más!".
Por fin, cansada de aguardar a que Hansel
engordara, decidió atarlo al carro de cualquier
manera. Los niños comprendieron que había
llegado el momento de escapar. Como era día de
amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que
calentara bien el horno. Pero la niña había
oído en su casa que las brujas se convierten en
polvo cuando aspiran humo de tilo, de modo que
preparó un gran fuego con esa madera. "Yo
nunca he calentado un horno -dijo entonces a la
bruja-. ¿Por que no miras el fuego y me dices si
está bien?". "¡Sal de ahí, pedazo de
tonta! -chilló la mujer-. ¡Yo misma lo
vigilaré!". Y abrió la puerta de hierro
para mirar. En ese instante salió una bocanada
de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un
puñado de polvo y un manojo de llaves. Gretel
recogió las llaves y corrió a liberar a su
hermanito. Antes de huir de la casa, los dos
niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual
sería su sorpresa cuando encontraron montones de
cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron
todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.
Tras
mucho andar llegaron a un enorme lago y se
sentaron tristes junto al agua, mirando la otra
orilla. ¡Estaba tan lejos! “¿Queréis que
os cruce?”, preguntó de pronto una voz
entre los juncos. Era un enorme cisne blanco, que
en un santiamén los dejó en la otra orilla. ¿Y
adivinen quien estaba cortando leña justamente
en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el
papá que lloró de alegría al verlos sanos y
salvos. Después de los abrazos y los besos,
Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que
traían, y tras agradecer al cisne su oportuna
ayuda, corrieron todos a reunirse con la mamá.
FIN
CAPERUCITA ROJA
Había una vez una
niña llamada Caperucita Roja, ya que su abuelita
le regaló una caperuza roja. Un día, la mamá
de Caperucita la mandó a casa de su abuelita,
estaba enferma, para que le llevara en una cesta
pan, chocolate, azúcar y dulces. Su mamá le
dijo: "no te apartes del camino de siempre,
ya que en el bosque hay lobos".
Caperucita iba cantando por el camino que su
mamá le había dicho y , de repente, se
encontró con el lobo y le dijo: "Caperucita,
Caperucita, ¿dónde vas?". "A casa de
mi abuelita a llevarle pan, chocolate, azúcar y
dulces". "¡Vamos a hacer una carrera!
Te dejaré a ti el camino más corto y yo el más
largo para darte ventaja." Caperucita
aceptó pero ella no sabía que el lobo la había
engañado. El lobo llegó antes y se comió a la
abuelita.
Cuando ésta llegó, llamó a la puerta: "¿Quién
es?", dijo el lobo vestido de abuelita.
"Soy yo", dijo Caperucita. "Pasa,
pasa nietecita". "Abuelita, qué ojos
más grandes tienes", dijo la niña
extrañada. "Son para verte mejor".
"Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes
tienes". "Son para oírte mejor".
"Y qué nariz tan grande tienes".
"Es para olerte mejor". "Y qué
boca tan grande tienes". "¡Es para
comerte mejor!".
Caperucita empezó a correr por toda la
habitación y el lobo tras ella. Pasaban por
allí unos cazadores y al escuchar los gritos se
acercaron con sus escopetas. Al ver al lobo le
dispararon y sacaron a la abuelita de la barriga
del lobo. Así que Caperucita después de este
susto no volvió a desobedecer a su mamá. Y
colorín colorado este cuento se ha acabado.
FIN
LOS TRES CERDITOS
Había una vez tres cerditos que eran hermanos, y se fueron por el
mundo a buscar fortuna. A los tres cerditos les gustaba la música y cada
uno de ellos tocaba un instrumento. El más pequeño tocaba la flauta, el
mediano el violín y el mayor tocaba el piano...
A los otros dos les pareció una buena idea, y se pusieran manos a la obra, cada uno construyendo su casita.
- La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.
El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, - Construiré mi casa en un santiamén con todos estos troncos y me iré también a jugar.
El mayor decidió construir su casa con ladrillos.
- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas y hacer caldo de zanahorias.
- La mía será de paja - dijo el más pequeño-, la paja es blanda y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir a jugar.
El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:
- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores, - explicó a sus hermanos, - Construiré mi casa en un santiamén con todos estos troncos y me iré también a jugar.
El mayor decidió construir su casa con ladrillos.
- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar las bellotas y hacer caldo de zanahorias.
Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos cantaban y
bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el problema. De
detrás de un árbol grande surgió el lobo, rugiendo de hambre y gritando:
- Cerditos, ¡os voy a comer!
Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano.
De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor.El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los Tres Cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó:
- ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré! Y se puso a soplar tan fuerte como el viento de invierno
- Cerditos, ¡os voy a comer!
Cada uno se escondió en su casa, pensando que estaban a salvo, pero el Lobo Feroz se encaminó a la casita de paja del hermano pequeño y en la puerta aulló:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
Y sopló con todas sus fuerzas: sopló y sopló y la casita de paja se vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y entró en la casa de madera del hermano mediano.
De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado, se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gruñendo:
- ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron a refugiarse en la casa de ladrillo del mayor.El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba comerse a los Tres Cerditos más que nunca, y frente a la puerta bramó:
- ¡Soplaré y soplaré y la puerta derribaré! Y se puso a soplar tan fuerte como el viento de invierno
Sopló y sopló, pero la casita de ladrillos era muy resistente y no
conseguía su propósito. Decidió trepar por la pared y entrar por la
chimenea. Se deslizó hacia abajo... Y cayó en el caldero donde el
cerdito mayor estaba hirviendo sopa de nabos. Escaldado y con el
estómago vacío salió huyendo hacia el lago
Los cerditos no le volvieron a ver. El mayor de ellos regañó a los
otros dos por haber sido tan perezosos y poner en peligro sus propias
vidas.
FIN
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